Citas del libro “Andar una filosofía”, Autor, Frédéric Gros
Posted on | juny 15, 2015 | No Comments
La libertad cuando se camina es la de no ser nadie.
La última libertad del caminante es más rara. Es un tercer estadio, después del regreso a las alegrías sencillas y a la reconquista del animal arcaico. Es la libertad del que renuncia.
Heinrich Zimmer nos explica que en la filosofía hindú se distinguen cuatro etapas en el camino de la vida.
La primera es la del alumno, el aprendiz, el discípulo. En el amanecer de su vida, esencialmente debe obedecer los mandatos del maestro, escuchar sus lecciones, someterse a las críticas y conformarse a los principios. Se trata de recibir.
En una segunda etapa, el hombre ya adulto, en el mediodía de su existencia, se convierte en señor de su hogar, casado, cabeza de familia: gestiona lo mejor que puede su fortuna, contribuye a la manutención de los sacerdotes, ejerce un oficio, se somete él mismo a las obligaciones sociales y las impone a otros. Acepta llevar las máscaras sociales que le asignan un papel en la sociedad y en la familia.
Más adelante en el atardecer de su vida, cuando los hijos están preparados para tomar el relevo, el hombre puede rechazar a un tiempo los deberes sociales, las cargas familiares y las preocupaciones económicas y entonces se hace eremita. Es la etapa de “la partida al bosque”, donde a través del recogimiento y la meditación, tendrá que aprender a familiarizarse con lo que, desde siempre, permanece igual en nosotros y aguarda a sernos revelado: ese Yo eterno que trasciende las máscaras, las funciones, las identidades y las historias. Y el peregrino sucede por fin al eremita, en la que debe ser la interminable y gloriosa velada estiva de nuestra existencia: una vida que es ya solo itinerancia (es la etapa del mendigo errante), el la que el infinito caminar, aquí y allá, ilustra la coincidencia entre el Yo anónimo y el corazón por todas partes presente en el mundo. El sabio, ha renunciado ya a todo. Es la máxima libertad: la del desapego total. Ya no estoy implicado, ni en mí mismo ni en el mundo. Y cuando no reclamamos nada es cuando todo se nos ofrece.
En las largas caminatas uno apenas sabe adónde va ni por qué, es algo que importa tan poco como mi pasado o la hora que es.
Para que sea agradable una caminata se ha de hacer a solas, pues la libertad es esencial; porque uno ha de ser libre de detenerse y de continuar, de seguir este camino u otro, a su capricho; y porque cada cual debe caminar a su ritmo.
Estar inmerso en la Naturaleza supone una llamada permanente. Todo nos habla, nos saluda, llama nuestra atención: los árboles, las flores, el color de los caminos.
Es imposible estar solo cuando caminamos, de tantas cosas como poseemos con la mirada, tantas cosas que se nos dan.
Ver, dominar, mirar, es poseer. Pero sin los inconvenientes de la propiedad: es casi como disfrutar como ladrones del espectáculo del mundo. Como ladrones, no: pues subir nos ha costado trabajo.
Caminando no se hace nada más que caminar. Pero no tener nada que hacer más que caminar permite recuperar el puro sentimiento de ser, redescubrir la simple alegría de existir, la que constituye la esencia de la infancia.
Maravillarse del día que hace, del brillo del sol, de la grandeza de los árboles y del azul del cielo.
Cuando nos marchamos varios días, varias semanas, no abandonamos solo nuestro trabajo, nuestros asuntos, nuestras costumbres, nuestras preocupaciones y a nuestros vecinos, sino también nuestras complejas identidades, nuestros rostros y nuestras máscaras.
Cuando se sale a caminar un día entero, y se sabe que se tardan tantas horas en llegar a la siguiente etapa, no hay más que andar y seguir el camino. No hay nada más que hacer. De todas maneras será largo, cada paso atravesará los segundos pero no acortará las horas. De todas formas llegará la noche, y las piernas habrán acabado por tragarse, a pequeños bocados repetidos, la distancia imposible. Apenas hay nada que decidir, nada sobre lo que interrogarse, nada que calcular. No hay que hacer nada más que andar. La serenidad consiste en seguir solo el camino.
La marcha es melancolía activa.
Caminando siempre hay algo que hacer: caminar. Mediante el esfuerzo continuo y automático del cuerpo, la mente recupera su disponibilidad. Entonces pueden los pensamientos venir, sobrevenir, advenir.
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